Este parecerá un relato de viajes, pero no lo será. Lo veas por donde lo veas, aparentará ser la bitácora de dos vagabundos excéntricos deambulando por tierras extrañas, pero pronto notarán una serie de anomalías, curiosidades, hasta entender que no solo tenemos un estilo de vida raro, sino que además traemos entre manos una tarea extraña, inquietante, misteriosa, y que, para llevarla a cabo, nos vemos obligados a usar métodos poco convencionales, incluso extravagantes.
Esto no se trata de hacer turismo, aunque lo hagamos. Tampoco se trata de coleccionar anécdotas, aunque también lo hagamos. Esto será un trabajo de investigación, podría decirse que de arqueología mística, un estudio de la espiritualidad aplicada en la carretera. Eso es lo que será, solo que a simple vista no se va a notar, porque las claves de ese
mensaje se camuflarán entre el tejido de en una serie de acontecimientos
aparentemente triviales.
Si me
preguntan dónde acabará todo, les diré que no tengo idea, porque la aventura
que estoy por contar la iré narrando a medida que la voy viviendo. Así que,
mientras escribo esto, sentado sobre un tapete árabe acompañado del ardiente
soplo del Sahara, lo único que les puedo adelantar es que la magia está ocurriendo
y la cosa promete.
Algunos
de los misterios serán expuestos a su debido
tiempo, otros puede que se hayan manifestado ante mis narices y sea el lector
quien los identifique en mi lugar. Descifrar estos enigmas será, pues, un
trabajo conjunto. Mi tarea consistirá en transmitir los hechos de la manera más
fidedigna posible, pero para que se entienda cómo llegamos aquí y a dónde
iremos a parar, es necesario repasar todo desde el comienzo, así que agárrense
de lo que tengan a mano que esta historia va a empezar.
Si me preguntan dónde acabará todo, les diré que no tengo idea, porque la aventura que estoy por contar la iré narrando a medida que la voy viviendo. Así que, mientras escribo esto, sentado sobre un tapete árabe acompañado del ardiente soplo del Sahara, lo único que les puedo adelantar es que la magia está ocurriendo y la cosa promete.
Algunos de los misterios serán expuestos a su debido tiempo, otros puede que se hayan manifestado ante mis narices y sea el lector quien los identifique en mi lugar. Descifrar estos enigmas será, pues, un trabajo conjunto. Mi tarea consistirá en transmitir los hechos de la manera más fidedigna posible, pero para que se entienda cómo llegamos aquí y a dónde iremos a parar, es necesario repasar todo desde el comienzo, así que agárrense de lo que tengan a mano que esta historia va a empezar.
EL VIEJO ARTE DE EMPACAR LA MOCHILA
“La experiencia de un viajero se mide por el tamaño del equipaje”, parafraseé recordando mis viejas fórmulas mientras empacaba. “A menor cantidad, mayor calidad”. Lindos enunciados. Ecuaciones rápidas para juzgar de un vistazo el profesionalismo de un explorador. “Quien sabe adaptarse, no necesita sobrecargarse”. Desagradable fue la sorpresa cuando descubro que los cierres de mi mochila se negaban a ceder. Aún quedaban varias chucherías sobre la cama, pero ya no había espacio donde guardarlas. A mi lado, Camila terminaba de forjar su propia mochila, también de cincuenta litros, azul y gris, casi igual de gastada que la mía, aunque notoriamente más holgada y ligera.
Me sentí humillado. Mi maleta parecía un embutido de lona al lado de su saco desinflado. “Puedo llevar algunas de tus cosas si quieres”, sugirió al notar mi problema. Un rubor asomó a mis mejillas. “Déjame intentar algo antes”, respondí antes de aplastar mi equipaje con el pie para comprimir el relleno, pero no tuvo caso. Las costuras estaban en el límite y no había tiempo para berrinches. Me deshice de algunas fruslerías y le entregué algunos artilugios indispensables para que los guarde consigo. Entonces, mientras la observaba desempeñarse con soltura en lo que yo me creía un experto, la verdad se manifestó con tanta rotundidad que no tuve más remedio que aceptarla sin más: “¡Vaya! Esta niña es mucho mejor que yo”.
Pero antes de continuar
con los vaivenes de nuestra odisea, es momento de explicar el destino al que
nos estábamos dirigiendo. Un lugar intrigante al que no sé por qué no fui
antes: Egipto, la tierra de los faraones, del Nilo, de las pirámides y
misterios varios. Este será el punto de partida dentro de una saga de lugares
en un recorrido que durará varios meses. ¿Y a qué vamos a Egipto? A lo largo de
la historia tendremos sobradas oportunidades para explicar la naturaleza de
nuestro éxodo, pero por ahora solo me limitaré a hablar de las expectativas, ya
que por ese tiempo eso era todo lo que teníamos, ilusiones y anhelos que no nos
atrevíamos a compartir en voz alta por lo raros que son, porque más de uno nos
dirá que estamos locos y nos acusarían de delirantes e ingenuos.
BIODIVERSIDAD AEROPORTUARIA
Entonces, volviendo a la historia, llegó el día de hacer la parte más odiosa del viaje: partir. ¿Por qué la más odiosa? Empacar es estresante, ir al aeropuerto es estresante, la perspectiva de saber que estarás dieciséis horas apretado en una butaca es un pronóstico horrible. ¡Oh, pero la recompensa! ¡Qué maravilloso será cuando lleguemos! ¡Quizás veamos las pirámides desde la ventanilla del avión! Así que con esa motivación hicimos todo lo que se debe hacer.
De Puerto Escondido volamos a Ciudad
de México, donde pasamos unos días hasta conseguir el dichoso certificado de
fiebre amarilla que necesitábamos para entrar al país, un requisito que en
todas las embajadas y consulados declaraban “elemental”, “primordial”, “obligatorio”.
Llevábamos meses estresados por no conseguir copia original, pero en la ciudad
todo se resolvió en cuestión de horas y al fin nos libramos de esa
preocupación.
El día del vuelo, llegamos al aeropuerto con cinco horas de anticipación. Vimos de lejos la charla técnica del equipo de Turkish Airlines. Uno dirigía la asamblea, otros levantaban la mano y preguntaban, de repente alguno intervenía y se problematizaba más el asunto. La hora del check in demoraba, pero estaban muy enfrascados en lo suyo para darse cuenta. Parecían preparados para cualquier contingencia. Una paranoia sin sentido empezó a acosarme desde un rincón de mi mente. Tuve miedo de haber olvidado algo, de perder algo, de mentir en algo. Recordé la vez en que Avianca me negó el abordaje y comencé a hiperventilar. “Cálmate, Elías. Cálmate”.
Justo en ese momento, un desconocido se me acercó con aire confidente y se dirigió a mí distrayéndome de mis cavilaciones. “¿Crees que me dejen subir al avión con esta maleta?”, preguntó. Lo miré sacado de onda. ¿Y yo qué sé? En mi interior batallaban el impulso de burlarme de él contra el deseo de serle útil. Al final me ganó el espíritu del servicio, aunque las palabras salieron con un dejo de cinismo. “Pues si pagaste maleta no deberías tener problema”. El chico se volteó algo avergonzado y siguió por su cuenta.
Hicimos línea, presentamos nuestros boletos
y pasaportes. El peso de las maletas era perfecto, pero los tapetes de yoga
debían viajar con nosotros en el avión. “No hay problema. No hay problema”. ¿Y
la fiebre amarilla? Nada. No pidieron nada. Tres meses de estrés totalmente
innecesarios, pero ni modos. Mejor así. Pasamos el filtro de seguridad y fuimos
a la siguiente taquilla. Aguardamos cuatro horas hasta el momento del abordaje,
aplicando todos los mecanismos que teníamos a nuestro alcance para mantenernos
despiertos. Para cuando subimos al avión, los dos divagábamos entre el delirio
y la incoherencia, cosa que parecía despertar la simpatía de unos y la
irritación de otros, pero nos daba igual.
Los espacios eran pequeños y el vuelo
bastante largo. “Ojalá quede libre el asiento de al lado así viajamos cómodos”,
dijo Cami y así fue. La fila quedó desocupada y pudimos estirar las piernas con
holgura. La ley de atracción estaba a nuestro favor. A las dos horas hicimos
escala en Cancún. Quedamos hechos ovillo sobre el avión
aparcado durante tres horas, hasta que más gente comenzó a abordar. Alguien ocupó la
butaca vacía. Era un indio chaparro hablando agitadamente al teléfono. Cortó
la llamada y comenzó a preguntarme cosas en un idioma inteligible: “¿Derizcoderture
nelplain? “¿Derizcoderture nelplain?”. Estaba por decirle que no le
entendía ni jota, que le pregunte a la azafata o que use un traductor, pero
Camila se me adelantó respondiendo: “No. No hay cobertura en el avión”. La miré
anonadado. ¿Cómo chingados pudo entenderle? ¿Eso que habló era inglés? Nuestro nuevo
vecino quedó consternado por la noticia, pero se repuso rápidamente, eligió una
película y pasó desapercibido el resto del viaje.
A medida que el vuelo avanzaba, mi cuerpo
se puso chueco. El lumbar derecho se encogió, una pierna se alargó y mi
trapecio se hizo una cosa oblonga. Elegí una película. Mulán. Me recordó que
tengo asuntos pendientes en China. Camila miró Torn y me habló de lugares donde
podríamos ir a escalar. La azafata trajo el almuerzo, o la cena. ¿Quién sabe?
Los codos chocaban contra el respaldo y costaba maniobrar, pero logré vaciar el
plato. Me dormí y desperté con nudos extras en la columna. Al incorporarme, apoyé
los codos a los lados, y, de repente, como si unos imanes se encontraran, las
puntas de mis dedos se unieron, cinco yemas contra cinco yemas, formando un
mudra que jamás había utilizado.
Me sentí mejor de inmediato. ¿Qué puedo
decir? Yo no sé mucho de esas cosas, no soy un tipo de mudras, pero ahí estaba
la magia ocurriendo y solo quedaba disfrutar de la nueva holgura. Me sentí
cómodo y elegante sin saber por qué. Eso ameritó pedir un café a la azafata y
mirar otra película. Gran Hotel Budapest terminó justo a tiempo para el
aterrizaje. Sentí el cambio de presión a medida que descendíamos. Los oídos
tapados y los riñones hinchados. Apreté la nariz y exhalé para descomprimir los
tímpanos. Al dar los primeros pasos fuera del avión, el cuerpo estaba tieso, la
cadera crujió, y un júbilo sin medidas emergió cuando la sangre volvió a
circular libremente por las venas.
UN PASEO SACADO DE LA GALERA
TAXI VERSUS UBER
Los ubers están vetados de los aeropuertos por los motivos que ya expliqué y no se puede abordar en el lugar. Por ello, para encontrarse con su conductor, uno se ve obligado a alejarse de la zona iluminada, distanciándose del área de predación. Cuando los taxistas se percataron de nuestra treta, el acoso se intensificó y nos alejamos escuchando advertencias sobre el peligro al que nos exponíamos al caminar bajo las sombras exteriores del aeropuerto.
Rastreamos con GPS a nuestro vehículo hasta toparnos con un conductor que
giraba la cabeza en todas direcciones. “¿Mohamed?”. Sí, era Mohamed, pero no
nuestro Mohamed. Él buscaba a otra persona, pero se mostró dispuesto a tomar
nuestro viaje de todas maneras y abandonar el suyo. “No, gracias”, respondí sin
titubear. Claro que no. Por supuesto que no. El chiste era encontrar nuestro
conductor para viajar bajo el manto protector del pacto digital. Estudié en la
pantalla la identificación del vehículo asignado, memoricé los números
rápidamente, pero al fijarme en los autos me topé con que las placas de ese
país tenían números en árabe. ¿Quién lo diría? Ni siquiera los números se
escriben igual en esta esquina del mundo.
Las barreras del analfabetismo emergían bajo el manto de nuestra primera noche
islámica. La vulnerabilidad golpeaba los tambores en mi pecho y aferré la mano
de Camila como si temiera que la arrancaran de mi lado. Perseveramos un poco
más hasta que dimos con nuestro conductor no muy lejos de ahí. “¿Mohamed?”, si,
también se llamaba Mohamed, nuestro Mohamed, porque
automáticamente él preguntó: “¿Elías?”, y bastó con que parafraseé mi nombre en
tono extraño para que se desinfle mi garganta y las manos dejen de sudar.
El viaje al Hostal Dahab en New Cairo duró unos cuarenta minutos y costó 190 libras, casi la mitad del precio mínimo que nos habían pronosticado. Atravesamos las muchedumbres masivas que salían a la calle. Todavía era Ramadán, lo que explicaba por qué los tiquetes de avión nos habían salido tan baratos. Los musulmanes llevaban casi un mes ayunando de día para salir a buscar algún tentempié durante la noche. A esta altura, casi nadie tenía energía para salir al sol y casi todos hacían vida nocturna.
El ritmo
circadiano de esa nación estaba totalmente invertido, nosotros cargábamos
treintaicuatro horas de viaje y el vuelo no había durado lo suficiente como
para incluir una segunda cena. “Ni modos”, dije frunciendo los hombros. “Tocará ayunar como todo el mundo”. Al presentarnos en
recepción y pasar a nuestras habitaciones, al fin pudimos recostarnos, y antes
de sucumbir al agotamiento, escuché la vocecita de Camila murmurar: “Bienvenido
a Egipto”.
Wowwww que loca historia me gusto mucho!! Mucho jiji jaja
ResponderEliminarEmocionada para leer el siguiente capitulo
ResponderEliminarQue grandes aventuras!!! Ya quiero leer todas las que se vienen!!
ResponderEliminarMuy atrapante
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