#1 Una brújula con otro norte

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Este parecerá un relato de viajes, pero no lo será. Lo veas por donde lo veas, aparentará ser la bitácora de dos vagabundos excéntricos deambulando por tierras extrañas, pero pronto notarán una serie de anomalías, curiosidades, hasta entender que no solo tenemos un estilo de vida raro, sino que además traemos entre manos una tarea extraña, inquietante, misteriosa, y que, para llevarla a cabo, nos vemos obligados a usar métodos poco convencionales, incluso extravagantes.


Esto no se trata de hacer turismo, aunque lo hagamos. Tampoco se trata de coleccionar anécdotas, aunque también lo hagamos. Esto será un trabajo de investigación, podría decirse que de arqueología mística, un estudio de la espiritualidad aplicada en la carretera. Eso es lo que será, solo que a simple vista no se va a notar, porque las claves de ese mensaje se camuflarán entre el tejido de en una serie de acontecimientos aparentemente triviales.

Si me preguntan dónde acabará todo, les diré que no tengo idea, porque la aventura que estoy por contar la iré narrando a medida que la voy viviendo. Así que, mientras escribo esto, sentado sobre un tapete árabe acompañado del ardiente soplo del Sahara, lo único que les puedo adelantar es que la magia está ocurriendo y la cosa promete.
 
Algunos de los misterios serán expuestos a su debido tiempo, otros puede que se hayan manifestado ante mis narices y sea el lector quien los identifique en mi lugar. Descifrar estos enigmas será, pues, un trabajo conjunto. Mi tarea consistirá en transmitir los hechos de la manera más fidedigna posible, pero para que se entienda cómo llegamos aquí y a dónde iremos a parar, es necesario repasar todo desde el comienzo, así que agárrense de lo que tengan a mano que esta historia va a empezar.

EL VIEJO ARTE DE EMPACAR LA MOCHILA

Todo inició con la preparación, es decir, el armado de la maleta, en este caso una mochila de cincuenta litros blanca y roja, todavía impecable a pesar del uso. Sobrevive en este mundo desde mis tiempos de vagabundo por Latinoamérica, allá por el 2015 y 2016, desplazándome a lo largo del continente como una fuerza de la naturaleza, a veces un tornado, a veces una simple brisa, solo para regresar al punto en que no pasaba de ser una simple ráfaga que sopla un momentito y de inmediato se detiene, mientras la mochila se acostumbraba a hibernar en el armario, acumulando humedad, hasta que por fin llegó el día de romper el confinamiento y patear las puertas que la separan de la ruta.

“La experiencia de un viajero se mide por el tamaño del equipaje”, parafraseé recordando mis viejas fórmulas mientras empacaba. “A menor cantidad, mayor calidad”. Lindos enunciados. Ecuaciones rápidas para juzgar de un vistazo el profesionalismo de un explorador. “Quien sabe adaptarse, no necesita sobrecargarse”. Desagradable fue la sorpresa cuando descubro que los cierres de mi mochila se negaban a ceder. Aún quedaban varias chucherías sobre la cama, pero ya no había espacio donde guardarlas. A mi lado, Camila terminaba de forjar su propia mochila, también de cincuenta litros, azul y gris, casi igual de gastada que la mía, aunque notoriamente más holgada y ligera. 

Me sentí humillado. Mi maleta parecía un embutido de lona al lado de su saco desinflado. “Puedo llevar algunas de tus cosas si quieres”, sugirió al notar mi problema. Un rubor asomó a mis mejillas.  “Déjame intentar algo antes”, respondí antes de aplastar mi equipaje con el pie para comprimir el relleno, pero no tuvo caso. Las costuras estaban en el límite y no había tiempo para berrinches. Me deshice de algunas fruslerías y le entregué algunos artilugios indispensables para que los guarde consigo. Entonces, mientras la observaba desempeñarse con soltura en lo que yo me creía un experto, la verdad se manifestó con tanta rotundidad que no tuve más remedio que aceptarla sin más: “¡Vaya! Esta niña es mucho mejor que yo”. 

Pero antes de continuar con los vaivenes de nuestra odisea, es momento de explicar el destino al que nos estábamos dirigiendo. Un lugar intrigante al que no sé por qué no fui antes: Egipto, la tierra de los faraones, del Nilo, de las pirámides y misterios varios. Este será el punto de partida dentro de una saga de lugares en un recorrido que durará varios meses. ¿Y a qué vamos a Egipto? A lo largo de la historia tendremos sobradas oportunidades para explicar la naturaleza de nuestro éxodo, pero por ahora solo me limitaré a hablar de las expectativas, ya que por ese tiempo eso era todo lo que teníamos, ilusiones y anhelos que no nos atrevíamos a compartir en voz alta por lo raros que son, porque más de uno nos dirá que estamos locos y nos acusarían de delirantes e ingenuos.

Pero mejor dejemos que los hechos hablen por sí mismos. Lo importante es entender la naturaleza de nuestro periplo, mencionando que tanto Camila como yo, además de mochileros, somos yoguis, es decir, practicamos yoga mientras nos movernos a lo largo y ancho del mapa, integrando la espiritualidad en nuestro criterio a la hora de desarrollar cualquier ruta. Creo que con eso basta para entender que Egipto es el arquetipo místico por excelencia, y su halo misterioso resulta irresistible para cualquiera que anhele experiencias que se salgan de lo ordinario.

BIODIVERSIDAD AEROPORTUARIA

Entonces, volviendo a la historia, llegó el día de hacer la parte más odiosa del viaje: partir. ¿Por qué la más odiosa? Empacar es estresante, ir al aeropuerto es estresante, la perspectiva de saber que estarás dieciséis horas apretado en una butaca es un pronóstico horrible. ¡Oh, pero la recompensa! ¡Qué maravilloso será cuando lleguemos! ¡Quizás veamos las pirámides desde la ventanilla del avión! Así que con esa motivación hicimos todo lo que se debe hacer. 

De Puerto Escondido volamos a Ciudad de México, donde pasamos unos días hasta conseguir el dichoso certificado de fiebre amarilla que necesitábamos para entrar al país, un requisito que en todas las embajadas y consulados declaraban “elemental”, “primordial”, “obligatorio”. Llevábamos meses estresados por no conseguir copia original, pero en la ciudad todo se resolvió en cuestión de horas y al fin nos libramos de esa preocupación.

El día del vuelo, llegamos al aeropuerto con cinco horas de anticipación. Vimos de lejos la charla técnica del equipo de Turkish Airlines. Uno dirigía la asamblea, otros levantaban la mano y preguntaban, de repente alguno intervenía y se problematizaba más el asunto. La hora del check in demoraba, pero estaban muy enfrascados en lo suyo para darse cuenta. Parecían preparados para cualquier contingencia. Una paranoia sin sentido empezó a acosarme desde un rincón de mi mente. Tuve miedo de haber olvidado algo, de perder algo, de mentir en algo.  Recordé la vez en que Avianca me negó el abordaje y comencé a hiperventilar. “Cálmate, Elías. Cálmate”.

Justo en ese momento, un desconocido se me acercó con aire confidente y se dirigió a mí distrayéndome de mis cavilaciones. “¿Crees que me dejen subir al avión con esta maleta?”, preguntó. Lo miré sacado de onda. ¿Y yo qué sé? En mi interior batallaban el impulso de burlarme de él contra el deseo de serle útil. Al final me ganó el espíritu del servicio, aunque las palabras salieron con un dejo de cinismo. “Pues si pagaste maleta no deberías tener problema”. El chico se volteó algo avergonzado y siguió por su cuenta.

Hicimos línea, presentamos nuestros boletos y pasaportes. El peso de las maletas era perfecto, pero los tapetes de yoga debían viajar con nosotros en el avión. “No hay problema. No hay problema”. ¿Y la fiebre amarilla? Nada. No pidieron nada. Tres meses de estrés totalmente innecesarios, pero ni modos. Mejor así. Pasamos el filtro de seguridad y fuimos a la siguiente taquilla. Aguardamos cuatro horas hasta el momento del abordaje, aplicando todos los mecanismos que teníamos a nuestro alcance para mantenernos despiertos. Para cuando subimos al avión, los dos divagábamos entre el delirio y la incoherencia, cosa que parecía despertar la simpatía de unos y la irritación de otros, pero nos daba igual.

Los espacios eran pequeños y el vuelo bastante largo. “Ojalá quede libre el asiento de al lado así viajamos cómodos”, dijo Cami y así fue. La fila quedó desocupada y pudimos estirar las piernas con holgura. La ley de atracción estaba a nuestro favor. A las dos horas hicimos escala en Cancún. Quedamos hechos ovillo sobre el avión aparcado durante tres horas, hasta que más gente comenzó a abordar. Alguien ocupó la butaca vacía. Era un indio chaparro hablando agitadamente al teléfono. Cortó la llamada y comenzó a preguntarme cosas en un idioma inteligible: “¿Derizcoderture nelplain? “¿Derizcoderture nelplain?”. Estaba por decirle que no le entendía ni jota, que le pregunte a la azafata o que use un traductor, pero Camila se me adelantó respondiendo: “No. No hay cobertura en el avión”. La miré anonadado. ¿Cómo chingados pudo entenderle? ¿Eso que habló era inglés? Nuestro nuevo vecino quedó consternado por la noticia, pero se repuso rápidamente, eligió una película y pasó desapercibido el resto del viaje.

A medida que el vuelo avanzaba, mi cuerpo se puso chueco. El lumbar derecho se encogió, una pierna se alargó y mi trapecio se hizo una cosa oblonga. Elegí una película. Mulán. Me recordó que tengo asuntos pendientes en China. Camila miró Torn y me habló de lugares donde podríamos ir a escalar. La azafata trajo el almuerzo, o la cena. ¿Quién sabe? Los codos chocaban contra el respaldo y costaba maniobrar, pero logré vaciar el plato. Me dormí y desperté con nudos extras en la columna. Al incorporarme, apoyé los codos a los lados, y, de repente, como si unos imanes se encontraran, las puntas de mis dedos se unieron, cinco yemas contra cinco yemas, formando un mudra que jamás había utilizado. 

Me sentí mejor de inmediato. ¿Qué puedo decir? Yo no sé mucho de esas cosas, no soy un tipo de mudras, pero ahí estaba la magia ocurriendo y solo quedaba disfrutar de la nueva holgura. Me sentí cómodo y elegante sin saber por qué. Eso ameritó pedir un café a la azafata y mirar otra película. Gran Hotel Budapest terminó justo a tiempo para el aterrizaje. Sentí el cambio de presión a medida que descendíamos. Los oídos tapados y los riñones hinchados. Apreté la nariz y exhalé para descomprimir los tímpanos. Al dar los primeros pasos fuera del avión, el cuerpo estaba tieso, la cadera crujió, y un júbilo sin medidas emergió cuando la sangre volvió a circular libremente por las venas.

UN PASEO SACADO DE LA GALERA


La capital de Turquía era nuestra segunda escala y nos proponíamos abordar el siguiente vuelo, cuando descubrimos que nuestra conexión había partido una hora atrás. “No se preocupen”, dijeron en taquilla. “La aerolínea ya les preparó asientos en el siguiente avión y durante la espera les regalamos una tarde de hotel o un paseo turístico por la ciudad”. Inmediatamente recordé a Camila antes de la partida decir: “Me gustaría visitar Estambul. A mi abuelita le fascinan las telenovelas turcas y se pondría muy feliz si su nieta visita ese lugar”. Otra vez la ley de atracción haciendo de las suyas. “¿Qué quieres hacer?”, preguntó ella con los ojos brillantes. “Hagamos el tour”, respondí sonriente. Claro que sí, por supuesto que sí. Era una oportunidad de oro, una aventura extra, uno de esos regalos del cielo que más nos vale aceptar si no queremos sufrir el despecho de aquella generosa deidad que respondió a nuestra solicitud.

Teníamos doce horas de espera hasta el siguiente vuelo y el paseo estuvo bastante decente, aunque la guía distaba de ser asertiva. “Esta muralla fue hecha hace dos siglos… o tres, no estoy segura. Pero fue hace mucho tiempo”. No parecía estar muy preparada, confundía las fechas y su inglés era de barrio, pero la simpatía compensaba cualquier incoherencia. Visitamos el palacio otomano y una serie de monolitos de los que ahora no me acuerdo. Quedé fascinado con la arquitectura y la colección de armas antiguas, aunque la multitud de turistas que nos rodeaba sumado al agotamiento acumulado terminó por agobiarnos.

Regresamos a tiempo para nuestro vuelo, comimos unos snacks y pasamos a la zona de abordaje con la actitud de quien cae de visita al bar de un amigo. Tomamos asiento y nuevamente ocurrió lo que se viene repitiendo desde que iniciamos nuestra maratón aeroportuaria: un extraño se aproxima a interrogarme sobre asuntos de los que no tengo idea, como si mi cabello sin lavar y mi mochila sobrecargada me diese pinta de agente de viajes. “Si me sellan el boleto ya no tengo que hacer nada más, ¿verdad?”. Lo miré perplejo. Crucé ojos con Cami como diciendo: “¿Por qué chingados me preguntan a mí?”. Ella frunció los hombros conteniendo una risita. “Sí, sí. Con eso basta”, respondí al chico que agradeció antes de retirarse en paz.

¿Qué estaba pasando? ¿Por qué siempre me ocurre lo mismo? Claramente yo lucía más como un refugiado que como un empleado a cargo, sobre todo con esa manta de aerolínea que había robado del último vuelo y ahora usaba a modo de capa. De repente me iluminé y una sospecha vino a mí. Creí entender qué pasaba. Lo que buscaban era salirse con la suya. Anhelaban cachar el truco aeroportuario, hacer trampita, ganarle al sistema, y cuando uno pretende eso, no acude al agente oficial, va en busca de alguien que proponga alternativas diferentes, que no sea su primera vez en el rodeo, que se vea relajado y distendido en ese entorno plagado de incertidumbres. 

¿Qué mejor consejero que el tipo que aborda a lo último para evitar alinearse como vaca rumbo al matadero? ¿Ese sostiene un helado con una mano mientras presenta el pasaporte con la otra? ¿Ese al que se le escapa una carcajada cuando logra burlar la balanza al pesar su equipaje? Entonces entendí. Yo era el linyera del aeropuerto. Una alternativa a la versión domesticada, la variante irreverente que se escurre dentro de la burocracia. ¡Claro que venían a preguntar! ¡Pregunten, pues! Eso sí, después no se quejen si las cosas no terminan como las planearon. Ser un linyera no es una ciencia exacta.

TAXI VERSUS UBER


Hay ciertas mañas que son universales. Si tomáramos un vuelo a Marte, Saturno o Plutón, de seguro nos toparíamos con la misma jauría de taxistas que nos encontramos aquí, insistiendo en que su precio es el mejor, cosa que jamás es verdad, sobre todo en un aeropuerto. Por ello, la única palabra que aprendí del árabe antes de aterrizar en Cairo fue “la”, que quiere decir “no”, y a la que instintivamente me dispuse a multiplicar por tres cada vez que un taxista venía a acosarnos: “la, la, la”. Pero las palabras de nada hubiesen servido sin una palma abierta a modo de escudo, acompañada de una evidente indiferencia y la expresión de quien actúa como si no fuese su primera vez en el lugar. 

Por supuesto, al alejarse un vendedor venía otro. Era la táctica de la hidra, muy utilizada en ambientes turísticos. Cuando cortas una cabeza surgen otras dos. Nos ofrecieron viajes de 300 a 500 libras egipcias sin siquiera saber a dónde nos dirigíamos. “La, la, la”. Se suponía que íbamos a tener un transporte esperando por nosotros en el aeropuerto, pero los cambios de horario en la aerolínea arruinaron la coordinación y mi sueño de alguien aguardando con mi nombre en un cartelito se vino abajo. “La, la, la”. 

Por fortuna teníamos una alternativa. Compramos un chip de teléfono local, nos conectamos a internet y pedimos un uber, aunque esta estrategia también tiene sus riesgos. Todo el mundo sabe que hay una guerra declarada entre la novedosa aplicación y el gremio de taxistas. Ser descubiertos invocando un vehículo desde nuestro teléfono podría traernos problemas, así que nos pusimos en posición comando y solicité el servicio desde una esquina mientras Camila vigilaba los alrededores.

Mi desprecio por los transportistas de la vieja escuela no es solo una cuestión de precios. En mi viaje a la India, allá por el 2017, estuve a punto de terminar secuestrado a mano de un grupo de estafadores y todo comenzó subiéndome a un taxi de aeropuerto. Pero esa será una historia para otro momento. Por ahora la menciono solo para dejar constancia de que así aprendí que la llegada a un país extraño es un momento bisagra de extrema vulnerabilidad en donde uno se expone a un peligro real si no toma las debidas precauciones.

Los ubers están vetados de los aeropuertos por los motivos que ya expliqué y no se puede abordar en el lugar. Por ello, para encontrarse con su conductor, uno se ve obligado a alejarse de la zona iluminada, distanciándose del área de predación. Cuando los taxistas se percataron de nuestra treta, el acoso se intensificó y nos alejamos escuchando advertencias sobre el peligro al que nos exponíamos al caminar bajo las sombras exteriores del aeropuerto. 

Rastreamos con GPS a nuestro vehículo hasta toparnos con un conductor que giraba la cabeza en todas direcciones. “¿Mohamed?”. Sí, era Mohamed, pero no nuestro Mohamed. Él buscaba a otra persona, pero se mostró dispuesto a tomar nuestro viaje de todas maneras y abandonar el suyo. “No, gracias”, respondí sin titubear. Claro que no. Por supuesto que no. El chiste era encontrar nuestro conductor para viajar bajo el manto protector del pacto digital. Estudié en la pantalla la identificación del vehículo asignado, memoricé los números rápidamente, pero al fijarme en los autos me topé con que las placas de ese país tenían números en árabe. ¿Quién lo diría? Ni siquiera los números se escriben igual en esta esquina del mundo.

Las barreras del analfabetismo emergían bajo el manto de nuestra primera noche islámica. La vulnerabilidad golpeaba los tambores en mi pecho y aferré la mano de Camila como si temiera que la arrancaran de mi lado. Perseveramos un poco más hasta que dimos con nuestro conductor no muy lejos de ahí. “¿Mohamed?”, si, también se llamaba Mohamed, nuestro Mohamed, porque automáticamente él preguntó: “¿Elías?”, y bastó con que parafraseé mi nombre en tono extraño para que se desinfle mi garganta y las manos dejen de sudar.

El viaje al Hostal Dahab en New Cairo duró unos cuarenta minutos y costó 190 libras, casi la mitad del precio mínimo que nos habían pronosticado. Atravesamos las muchedumbres masivas que salían a la calle. Todavía era Ramadán, lo que explicaba por qué los tiquetes de avión nos habían salido tan baratos. Los musulmanes llevaban casi un mes ayunando de día para salir a buscar algún tentempié durante la noche. A esta altura, casi nadie tenía energía para salir al sol y casi todos hacían vida nocturna. 

El ritmo circadiano de esa nación estaba totalmente invertido, nosotros cargábamos treintaicuatro horas de viaje y el vuelo no había durado lo suficiente como para incluir una segunda cena. “Ni modos”, dije frunciendo los hombros. “Tocará ayunar como todo el mundo”. Al presentarnos en recepción y pasar a nuestras habitaciones, al fin pudimos recostarnos, y antes de sucumbir al agotamiento, escuché la vocecita de Camila murmurar: “Bienvenido a Egipto”.

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4 comentarios

  1. Wowwww que loca historia me gusto mucho!! Mucho jiji jaja

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  2. Emocionada para leer el siguiente capitulo

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  3. Que grandes aventuras!!! Ya quiero leer todas las que se vienen!!

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