TÁCTICAS RÚSTICAS PARA ATERRIZAR CON ELEGANCIA
Atrincherarnos en un hostal de mala muerte no fue una decisión casual. Por si no lo saben, es en esta clase de tugurios donde uno se topa al fulano
que convivió con indígenas, al mengano que aprendió brujería o al sultano que
se enlistó en la guerrilla. Del mismo modo en que los ríos del mundo desembocan
en el gran océano, toda la crema vagabunda tarde o temprano termina refugiada
en alguno de estos cuchitriles. Es su destino irrevocable reunirse y converger
en un torbellino de chismes, rumores y manifiestos del submundo peregrino,
esparciendo primicias y modus operandi de la geopolítica mochilera con
más detalles de los que podrías encontrar en cualquier noticiero o red social.
Conscientes
de ello, sabíamos que una parada estratégica en este antro libertino vendría
bien para enterarnos de cómo funcionaba la cosa en aquel rincón del mundo, tarea
fundamental, ya que África era territorio inhóspito para nosotros, jamás
habíamos puesto pie en tierra islámica, y todo lo que habíamos leído o
estudiado sobre el tema estaba indudablemente distorsionado por el prisma
occidental, es decir, sabíamos que no sabíamos ni siquiera lo que creíamos
saber, por lo que urgía reducir la brecha de ignorancia lo antes posible.
Si bien no somos primerizos en esto de viajar, cualquiera, incluso el vagabundo más glorificado, vuelve a ser novato cuando incursiona en territorios en donde imperan lenguas extrañas, religiones ajenas y costumbres incomprensibles. ¡Olvídense del idioma! Con un inglés básico acompañado de un manojo de gestos universales es fácil conseguir transporte, visitar un monolito o comprar comida. Esas son bobadas que cualquiera resuelve. Lo aterrador es no saberse las mañas, los códigos ni el argot, cosa que lo deja a uno con la vulnerabilidad a flor de piel, como nervio expuesto, sensible al más mínimo roce, y confiábamos en que las tácticas y estrategias aprendidas tras nuestros años de vagabundeo nos servirían para anticipar los probables tropiezos que devendrían en nuestra marcha a ciegas por aquel campo minado que llamábamos aventura.
La cosa a
destacar es que siempre, y esto es una verdad ineludible, siempre llega un
momento en el que todo se va a la mierda, se rompe el timón y se destruye la
brújula, viéndonos obligados a enfrentar catástrofes que generalmente logramos
resolver gracias al consejo de un trotamundos anónimo con el que fraternizamos
en algún sucucho sucio y descuidado. Se entiende, pues, que iniciar ruta en uno de
estos tugurios cuadra con la política de prevenir antes de lamentar, por lo que
entenderán que lo nuestro se trataba de un trabajo de anticipación de
desastres, ya que, tanto Cami como yo, sufrimos de una insensatez aguda que nos
incita a meter nuestras narices donde nadie nos llama, olisqueando por los
entramados de lo desconocido como cachorros seducidos por aromas prometedores,
hábito que, por lo general, termina destruyendo los planes de uno, nos mete en
líos, nos fuerza a improvisar, a batallar con el caos y maniobrar por la ruta
como piloto en turbulencia.
Estábamos,
pues, en el lugar correcto para iniciar nuestra incursión, sin embargo, antes
de interactuar con toda esa gente bacana, de dar la vuelta por el vecindario y
salir a saborear algún bocadillo, primero debíamos recuperar la capacidad
motriz, arruinada tras el trajín aeroportuario que atravesamos para llegar
hasta Egipto. Treintaitrés horas de vuelo dejan el cuerpo tullido a cualquiera.
Trece horas demoramos en volver a reaccionar, y, al despertar, los párpados
parecían sellados con acrílico, la cabeza zumbaba como recién sacada de una
lavadora y las articulaciones eran incapaces de volver desplegarse. Nos
arrastramos fuera de la habitación como supervivientes de una balacera,
desenroscamos los tapetes de yoga en el primer rincón más o menos amplio que
encontramos y cada quién emprendió su camino a través de la entropía.
Al concluir la sesión, volvíamos a ser capaces de caminar con normalidad, el sol estaba a punto de caer y el día más breve de nuestras vidas llegaba a su fin. Tras la desaparición del último destello, un clamor apocalíptico aulló de todas direcciones. ¿Qué chingados era eso? ¿Alerta sísmica? ¿La guerra santa volvía a empezar? Para nada. Era el llamado a la mezquita, y los musulmanes se dispusieron a desplegar sus propios tapetes, unas alfombritas extremadamente bonitas, más portables que las nuestras, aunque también más pequeñas, lo suficientemente grandes como para postrarse mas no para acostarse, y con ellas apuntaron a la Meca antes de hacer iniciar la secuencia que el Corán enseña. El Ramadán aún no acababa, y solo en la noche podrían romper el ayuno, pero antes de comer tocaba rezar. Primero Alá, luego lo demás. Como resultado, el país entero vivía de noche, derrochaba de noche, comerciaba de noche. De día, nada. Lo mínimo indispensable. Rezar y dormir.
Esa noche, por la madrugada, un bullicio infernal nos hizo saltar de la cama. Era el fin del Ramadán y la ciudad estaba de fiesta. El ayuno finalizaba para dar inicio al Eid al-Fitr, una mezcla entre la fiesta de primavera y la pascua latina, donde los musulmanes atestaban las calles para despilfarrar toda la energía contenida del último mes. El gentío era agobiante, pero nos las ingeniamos para introducirnos en la mezquita durante el rezo inaugural. Fue nuestra primera excursión, y nos deslizamos por las calles tratando de no parecer lo que evidentemente éramos: dos pollitos mojados que no saben dónde se meten. Con nuestras caritas de extranjeros reluciendo en la multitud, no tardamos en convertirnos en el blanco de todos los vendedores, pero logramos apañárnoslas para entrar y salir sin complicaciones.
El Ramadán terminó. Los musulmanes volvían a comer y nosotros estábamos listos para el primer aperitivo. Trinity, una estadounidense de risa encantadora, se nos acercó a compartir mesa y echar el chisme durante el desayuno. Inmediatamente me ofreció un tabaco que rechacé con mano temblorosa. “Lo acabo de dejar”, expliqué. “¡Oh, perdón! ¿Te molesta que fume?”, contestó. “No, para nada. Ya pasé esa etapa”, dije en tono confiado, cosa que era cierta. Para ese entonces, la tentación no pasaba de ser una cuchillada ínfima de mi deseo, una ligera nostalgia del humo fluyendo entre los dientes y su aterciopelada caricia navegando a lo largo de mis fosas nasales. Solo eso. Tentaciones pasajeras. Nada que no pudiese tolerar.
SALIR DEL CASCARÓN
Salimos a
la calle como quien entra al cementerio. Erizados y alertas. La brisa caliente
susurraba plegarias fantasmales. Dimos dos pasos y una niña salió de la nada
mendigando monedas en un árabe agitado. No teníamos dinero que dar, así que nos
limitamos a apretar el paso sin soltarnos las manos. De tanto en tanto surgían
vehículos colmados de escándalo que nos cegaban momentáneamente con sus
candelabros antes de pasar de largo, semejando balas perdidas venidas de un
tiroteo vecino que nos aturdía brevemente antes de devolver las sombras a su
abismal silencio. Sufríamos la tensión de quien siente que la catástrofe es
inminente. Moverse entre veredas era como saltar de una boca de lobo a la otra,
hasta que finalmente atisbamos un cajero automático bajo el amparo de una luz verde.
Nos posicionamos estilo comando y me dispuse a extraer dinero con el nervio de
quien intenta desactivar una bomba. Mis tarjetas no funcionaban, maldita sea.
¿Habré olvidado de avisar mi viaje? Seguramente. “Camila, ve tú”, dije, e
inmediatamente intercambiamos posiciones. Vigilé los alrededores con los brazos
en posición de fusil y huimos de regreso al hospedaje apenas escuché su
vocecita decir: “Lo tengo”.
Esa noche teníamos
cita en un bar de jazz. No queríamos dejar pasar la oportunidad de adentrarnos
en la bohemia local. Se decía que Black Tima hacía buen show y la juventud
egipcia se reunía allí para retomar la antigua costumbre de enfiestarse.
Mientras aguardábamos pacientemente a que los protagonistas de la noche se
dignasen a subir al bendito escenario, notamos que la gente fumaba libremente
dentro del recinto y una densa capa de humo se deslizaba sobre el
cielo raso como un felino al acecho.
De repente,
la banda subió al escenario y ya no tuve tiempo de seguir con mis cavilaciones.
Unos manos pulsaron los teclados, aporrearon tambores, sacudieron las cuerdas y
dos pares de gargantas rugieron melodías. La gente enloqueció. La música era
endiabladamente buena. Todos a nuestro alrededor se conocían las letras y
nosotros danzábamos con alegría mientras observábamos a la gente alzar los
brazos a través del humo como dragones que salían de la atmósfera en busca del
sol. Flameaban las muñecas entre nosotros y el escenario, hacían gestos de
victoria, de goce. De la bochornosa espera pasamos al jolgorio, la alegría y el
frenesí. Nunca vi tanta gente sobria en éxtasis. ¡Oh, Egipto! ¿Acaso pasé la
primera prueba? ¿Acaso de esto se trataba todo esto? ¡Oh, dulce nación
desconocida! ¡Dame más! Quiero más de esta melodía, de este arrebato tentador y
maravilloso que me confunde, me confunde mucho, me llena de ricas experiencias que no bastan para sacarme
de la pobre ignorancia que tanto me aqueja.
TIMADORES AL ACECHO
El sol se derramaba como vino blanco por las calles de Egipto. Era temprano por la mañana, pero el asfalto ardía, como si no le hubiese alcanzado la noche para enfriarse. ¿Será acaso que la fricción de los coches y las suelas de los caminantes mantuvo la temperatura? Es probable, porque la nocturnidad era la regla y de día no se veía un alma en la tierra de Alá. Todo indicaba que, aunque el Ramadán terminase, el ritmo circadiano necesitaba algo más de tiempo para volver a la normalidad, si es que eso alguna vez sucedía. Eran las ocho y la ciudad parecía abandonada. Allí solo estaba Osama, aguardando por nosotros junto a su auto desvencijado, cual Quijote con su Rocinante, listo para ir a la carga, solo que esta vez embestiría pirámides en lugar de molinos, y llevaría pasajeros en lugar equipaje.
Salimos del Cairo como gente que anduvo sonámbula y ahora despertaba preguntándose cómo llegó allí. Nuestra lucidez apenas empezaba a desempolvarse. Solo cuando nos acomodamos en los asientos traseros y sentimos la aceleración presionar nuestros estómagos, comenzamos a caer en la cuenta de que estábamos en la otra punta del mundo. Mirábamos los edificios medio derruidos, el Nilo partiendo la ciudad en dos y la vegetación puntiaguda, maravillados de encontrar todo tan extraño y familiar a la vez, como un déjà vu, un sueño reincidente, un sonido que hasta entonces habíamos conocido por su eco y ahora por fin escuchábamos desde su origen. Egipto: lo más inhóspito que se nos había ocurrido visitar. Ahí estábamos por fin.
Bastaron unos segundos para reconocer que éramos los únicos ahí. Di media vuelta para comentar algo a Camila y la encontré sentada en el suelo sumida en meditación. De mi boca se escapó un leve gemido antes de terminar de reprimir lo que sea que iba a decir. Me senté frente a ella y cerré los ojos, disponiéndome a sumergirme en el mundo interno junto a ella. Pasó un minuto… Dos minutos… ¿Tres minutos? Y los turistas comenzaron a llegar. Las risas y los clicks de las cámaras invadieron la escena, por lo que nos vimos en la necesidad de interrumpir nuestra práctica y quitarnos del paso sin haber tenido la oportunidad de ahondar en nuestra sensibilidad.
“Propina, propina”, exigió el hombre frotando las yemas de sus dedos. El rostro de Camila se agriaba rápidamente a medida que el tipo insistía. Le ofreció veinte libras como para zanjar el asunto, pero él la rechazó. “Es muy poco, es muy poco”, alegó. Hicimos caso omiso y nos dirigimos a la escalera sin más. Habremos dado unos dos pasos hasta sentir al guarda aproximarse furtivamente, soltando sonidos que semejaban más a gemidos que a palabras. Tornamos los hombros hacia él y sus yemas frotándose fue lo primero que vimos. “Propina, propina”, balbuceaba, como si el diálogo anterior no hubiese ocurrido. “Yo les guardo el secreto, pero denme más. La multa sería muy grande”. Camila volvió a mostrar las veinte libras y él negó con la cabeza. “Ah, pues si no lo quieres, no lo tienes”, replicó ella antes de retomar la marcha. “¡Esa es mi chica!”, pensé. El hombre volvió a insistir, le enseñamos el billete una vez más y él volvió a quejarse, pero esta vez aceptó, dejándonos ir de regreso al coche.
Es una
situación típica que rara vez pasa a mayores, pero a veces puede ser muy
molesta. Por suerte, en esa ocasión nos tocó una fácil de resolver. No más que
un tipo intentando aprovecharse de nuestra ignorancia. ¡Prohibido meditar! ¿A
quién se le ocurre? Era ridículo. Pero bueno, si intentaba aplicarla con
nosotros es porque le debió funcionar antes. Pobres turistas. Con tal de
librarse del problema la mayoría seguro paga sin pensar. Así estaba la cosa. Lo
que importaba es que nosotros habíamos logrado sobrevivir al primer intento de
embauque. “¿Cómo supo que estábamos meditando? No había cámaras en ese lugar.
¿Tú viste alguna?”, preguntó Cami con la cabellera ingrávida mientras
descendíamos rápidamente por la escalinata. Negué con la cabeza. Había revisado
concienzudamente todas las esquinas y no había nada de eso. “Quizás alguno de
los turistas soltó el chisme cuando salió”, respondí. “Para mí es una estafa.
Quizás lo adivinó porque nos quedamos más tiempo que los demás”, conjeturó
ella. “La sacamos bastante barata”, agregué. “Solo fueron veinte libras. Nos va
a servir de calentamiento antes de lidiar con los pesos pesados”.
ROCAS APILADAS EN UN MAR DE ARENA
Sea como
sea, lo dejamos descansar en el auto mientras hacíamos nuestra incursión.
Pasamos suficiente tiempo en Memphis como para fotografiar hasta el más
minúsculo pedacito de roca que tenían almacenado, y luego partimos hacia las
ruinas de Saqqara. Osama, nuevamente, se quedó en el estacionamiento, rezando
en dirección a la Meca, mientras nosotros descendíamos del vehículo,
notablemente emocionados por la llegada a ese lugar.
Al adentrarnos en el centro de la pirámide que, según se dice, fue el primer prototipo exitoso antes de que se edificaran las de Guiza, no tardamos en percatarnos de que todo lo que habíamos visto hasta entonces solo era la cáscara superficial de una labor monumental. Ingresamos al interior a través de un pasadizo plagado de columnas y al llegar al centro descubrimos que se ocultaba una fosa de… ¿Cuánto sería? ¿Cien metros? ¿Doscientos metros? No lo sé. Muchos. La perspectiva desde lo alto se complica si sufres de vértigo, pero ahí me asomé lo mejor que pude, aferrándome al barandal con mano de hierro, con poco más de medio peso en el pie delantero mientras mi trasero se mantenía en retaguardia a la espera de una señal para salir corriendo. Mucho coraje hizo falta para que me asomara a ese abismo infernal, y yo lo tuve, coraje alimentado de curiosidad, porque, oye, eso no se ve todos los días, por lo que, gracias a eso, pude apreciar en primera fila esa fosa descomunal en la que tranquilamente podría caber un edificio departamental con balcones y todo.
¿Qué
significa que haya una cantera tan grande en el centro de una pirámide? ¿Por
qué cavar tan profundo? ¿Acaso el faraón Zoser quería tomar medidas extras para
proteger su última morada? Cosas que no me tomé el tiempo de averiguar porque
no había nadie allí para preguntar y porque el vértigo me había forzado a huir
y abrazarme al muro más cercano, cosa que dejó perpleja a Camila. “¿De verdad
saltaste en paracaídas?”, preguntó. “Sí, claro”, respondí batallando por
normalizar la respiración. “¿Y eso no te dio miedo?”. “No, eso no”. “¿Pero
mirar el acantilado sí?”. “Es diferente. Acá todavía tengo control. Estoy en
tierra firme”. “¿Y eso qué tiene que ver? En el avión estás más alto que aquí”,
replicó. “Al saltar en paracaídas no tuve tiempo de pensar en todo eso. Cuando
estoy en caída libre dejo de tener control, deja de depender de mí. Mientras
siga en tierra firme puedo maniobrar y tomar decisiones. Permanecer seguro
dependiendo de mí. Así funciona el vértigo, al menos conmigo. Supongo que es
más fácil ser estoico cuando caigo al vacío que cuando estoy al borde del
abismo”.
FIEBRE EXPLORADORA
A eso habíamos venido.
¡Me encanta!
ResponderEliminarExcelente chicos!!!
ResponderEliminar👍🏽👍🏽👍🏽
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