#2 Incursión latina al mundo egipcio

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TÁCTICAS RÚSTICAS PARA ATERRIZAR CON ELEGANCIA

Atrincherarnos en un hostal de mala muerte no fue una decisión casual. Por si no lo saben, es en esta clase de tugurios donde uno se topa al fulano que convivió con indígenas, al mengano que aprendió brujería o al sultano que se enlistó en la guerrilla. Del mismo modo en que los ríos del mundo desembocan en el gran océano, toda la crema vagabunda tarde o temprano termina refugiada en alguno de estos cuchitriles. Es su destino irrevocable reunirse y converger en un torbellino de chismes, rumores y manifiestos del submundo peregrino, esparciendo primicias y modus operandi de la geopolítica mochilera con más detalles de los que podrías encontrar en cualquier noticiero o red social.

Conscientes de ello, sabíamos que una parada estratégica en este antro libertino vendría bien para enterarnos de cómo funcionaba la cosa en aquel rincón del mundo, tarea fundamental, ya que África era territorio inhóspito para nosotros, jamás habíamos puesto pie en tierra islámica, y todo lo que habíamos leído o estudiado sobre el tema estaba indudablemente distorsionado por el prisma occidental, es decir, sabíamos que no sabíamos ni siquiera lo que creíamos saber, por lo que urgía reducir la brecha de ignorancia lo antes posible.

Si bien no somos primerizos en esto de viajar, cualquiera, incluso el vagabundo más glorificado, vuelve a ser novato cuando incursiona en territorios en donde imperan lenguas extrañas, religiones ajenas y costumbres incomprensibles. ¡Olvídense del idioma! Con un inglés básico acompañado de un manojo de gestos universales es fácil conseguir transporte, visitar un monolito o comprar comida. Esas son bobadas que cualquiera resuelve. Lo aterrador es no saberse las mañas, los códigos ni el argot, cosa que lo deja a uno con la vulnerabilidad a flor de piel, como nervio expuesto, sensible al más mínimo roce, y confiábamos en que las tácticas y estrategias aprendidas tras nuestros años de vagabundeo nos servirían para anticipar los probables tropiezos que devendrían en nuestra marcha a ciegas por aquel campo minado que llamábamos aventura.

La cosa a destacar es que siempre, y esto es una verdad ineludible, siempre llega un momento en el que todo se va a la mierda, se rompe el timón y se destruye la brújula, viéndonos obligados a enfrentar catástrofes que generalmente logramos resolver gracias al consejo de un trotamundos anónimo con el que fraternizamos en algún sucucho sucio y descuidado. Se entiende, pues, que iniciar ruta en uno de estos tugurios cuadra con la política de prevenir antes de lamentar, por lo que entenderán que lo nuestro se trataba de un trabajo de anticipación de desastres, ya que, tanto Cami como yo, sufrimos de una insensatez aguda que nos incita a meter nuestras narices donde nadie nos llama, olisqueando por los entramados de lo desconocido como cachorros seducidos por aromas prometedores, hábito que, por lo general, termina destruyendo los planes de uno, nos mete en líos, nos fuerza a improvisar, a batallar con el caos y maniobrar por la ruta como piloto en turbulencia.

Estábamos, pues, en el lugar correcto para iniciar nuestra incursión, sin embargo, antes de interactuar con toda esa gente bacana, de dar la vuelta por el vecindario y salir a saborear algún bocadillo, primero debíamos recuperar la capacidad motriz, arruinada tras el trajín aeroportuario que atravesamos para llegar hasta Egipto. Treintaitrés horas de vuelo dejan el cuerpo tullido a cualquiera. Trece horas demoramos en volver a reaccionar, y, al despertar, los párpados parecían sellados con acrílico, la cabeza zumbaba como recién sacada de una lavadora y las articulaciones eran incapaces de volver desplegarse. Nos arrastramos fuera de la habitación como supervivientes de una balacera, desenroscamos los tapetes de yoga en el primer rincón más o menos amplio que encontramos y cada quién emprendió su camino a través de la entropía.

Al concluir la sesión, volvíamos a ser capaces de caminar con normalidad, el sol estaba a punto de caer y el día más breve de nuestras vidas llegaba a su fin. Tras la desaparición del último destello, un clamor apocalíptico aulló de todas direcciones. ¿Qué chingados era eso? ¿Alerta sísmica? ¿La guerra santa volvía a empezar? Para nada. Era el llamado a la mezquita, y los musulmanes se dispusieron a desplegar sus propios tapetes, unas alfombritas extremadamente bonitas, más portables que las nuestras, aunque también más pequeñas, lo suficientemente grandes como para postrarse mas no para acostarse, y con ellas apuntaron a la Meca antes de hacer iniciar la secuencia que el Corán enseña. El Ramadán aún no acababa, y solo en la noche podrían romper el ayuno, pero antes de comer tocaba rezar. Primero Alá, luego lo demás. Como resultado, el país entero vivía de noche, derrochaba de noche, comerciaba de noche. De día, nada. Lo mínimo indispensable. Rezar y dormir. 

No duramos mucho despiertos. Caímos dormidos sin sentir hambre y a la mañana siguiente nos negamos a recibir el desayuno. “Pero, ¿por qué?”, preguntó Ahmad, uno de nuestros anfitriones. “¿Cómo vamos a entender esta cultura si no nos involucramos un poco?”, respondí. Él se me quedó mirando con una perplejidad que lindaba la incredulidad. Supuse que no debía de haber muchos turistas que se tomen aquel tipo de molestia. “Un poquito de ayuno no es tan complicado”, repliqué agitando la mano como quien espanta una mosca. “Pero jamás lo hice por un mes. Eso sí suena desafiante. ¿Qué tal te va a ti? ¿Es muy difícil?”. “Ahora ya no siento nada”, contestó. “No me afecta en lo más mínimo, pero la primera semana fue horrible. De verdad sufrí”.

En lugar de comer, practicamos yoga. Nuestros tendones volvieron a extenderse como los de un leopardo atravesando la pradera. Respirábamos por una fosa nasal, luego la otra, preparándonos para el momento de salir a explorar. ¿Es que no era ese el momento? ¿No deberíamos ir de inmediato a visitar las pirámides? ¿No es mejor aprovechar que todos estaban distraídos en su recogimiento religioso? ¡Claro que no! Había que esperar un poco más. ¿A qué? A que los comerciantes vuelvan a tener algo en los estómagos, por supuesto. ¿Quién quiere lidiar con vendedores en ayunas? ¿Con ese calor? Mejor no. Mejor esperar a que tengan la alegría de quien vuelve comer. ¿Cuánto faltaba para eso? No sabíamos. Ni los locales sabían. Las noticias no se atrevían a afirmar nada. ¿Quién se encargaba de decidir cuándo terminaba el Ramadán? La luna nueva. Ella decidía. Aunque también había un consejo de sabios encargado de aprobar o desaprobar si la fecha era correcta, la hora precisa y el minuto exacto. ¿Y dónde estaban esos ancianos? En algún lugar de Arabia Saudita. “¿No tenemos ya suficiente tecnología para poder anticipar la posición de la luna?”, pregunté a Yasuf, otro de los administradores, pero él solo frunció los hombros y dijo: “Se supone que sí, pero ya ves”.

Esa noche, por la madrugada, un bullicio infernal nos hizo saltar de la cama. Era el fin del Ramadán y la ciudad estaba de fiesta. El ayuno finalizaba para dar inicio al Eid al-Fitr, una mezcla entre la fiesta de primavera y la pascua latina, donde los musulmanes atestaban las calles para despilfarrar toda la energía contenida del último mes. El gentío era agobiante, pero nos las ingeniamos para introducirnos en la mezquita durante el rezo inaugural. Fue nuestra primera excursión, y nos deslizamos por las calles tratando de no parecer lo que evidentemente éramos: dos pollitos mojados que no saben dónde se meten. Con nuestras caritas de extranjeros reluciendo en la multitud, no tardamos en convertirnos en el blanco de todos los vendedores, pero logramos apañárnoslas para entrar y salir sin complicaciones.

El Ramadán terminó. Los musulmanes volvían a comer y nosotros estábamos listos para el primer aperitivo. Trinity, una estadounidense de risa encantadora, se nos acercó a compartir mesa y echar el chisme durante el desayuno. Inmediatamente me ofreció un tabaco que rechacé con mano temblorosa. “Lo acabo de dejar”, expliqué. “¡Oh, perdón! ¿Te molesta que fume?”, contestó. “No, para nada. Ya pasé esa etapa”, dije en tono confiado, cosa que era cierta. Para ese entonces, la tentación no pasaba de ser una cuchillada ínfima de mi deseo, una ligera nostalgia del humo fluyendo entre los dientes y su aterciopelada caricia navegando a lo largo de mis fosas nasales. Solo eso. Tentaciones pasajeras. Nada que no pudiese tolerar.

A la mesa se sumaron otros huéspedes, cada quien con su bandejita en mano y un evidente interés en ponerse al corriente con gente nueva. Rápidamente nos vimos rodeados de personajes que llevaban meses e incluso años explorando territorios que la mayoría consideramos imposibles, apabullantes e incluso demenciales, y de la mano de ellos nos fuimos enterando de cómo estaba la cosa. Así supimos que Kenia se había convertido en el patio trasero de los ricachones, que el Congo nunca había vuelto a ser el mismo tras las intervenciones durante la Guerra Fría y que la costa oeste estaba infestada de youtubers. “Sudán me partió el corazón”, confesó John, un neoyorquino de aspecto taciturno que batallaba con la resaca de la noche anterior. “Me compliqué la vida para conseguir la visa de entrada y justo cuando tenía todo listo para ir, comienza la guerra civil”. Esta era la noticia más fresca. Al sur de la frontera, un conflicto había estallado y no faltaban tiros ni explosiones. La situación con el país vecino mantenía varados a todos los que tenían intensiones de seguir la senda del Nilo, y extendían su estadía repetidamente a la espera de una alternativa que les complazca. 

SALIR DEL CASCARÓN

Vivíamos en la cima de un edificio de seis pisos. La escalinata hasta planta baja no tenía luces 
propias y se iluminaba con los destellos que sobraban de salas aledañas. En el corredor principal colgaban un par de bombillas amarillas y al pisar la acera la noche se asomaba como un animal oscuro e inmenso que lo cubría todo: callejones, esquinas y rasgos faciales. A unas cuadras resplandecían las luces y el estruendo de la zona comercial, el downtown del Cairo. Nuestro hospedaje se anclaba en la ribera del sector urbano, cerca de todo y a prudente distancia del desmadre citadino. En consecuencia, acceder al mundo nocturno implicaba atravesar las tinieblas más negras antes de alcanzar algún amparo luminoso.

Salimos a la calle como quien entra al cementerio. Erizados y alertas. La brisa caliente susurraba plegarias fantasmales. Dimos dos pasos y una niña salió de la nada mendigando monedas en un árabe agitado. No teníamos dinero que dar, así que nos limitamos a apretar el paso sin soltarnos las manos. De tanto en tanto surgían vehículos colmados de escándalo que nos cegaban momentáneamente con sus candelabros antes de pasar de largo, semejando balas perdidas venidas de un tiroteo vecino que nos aturdía brevemente antes de devolver las sombras a su abismal silencio. Sufríamos la tensión de quien siente que la catástrofe es inminente. Moverse entre veredas era como saltar de una boca de lobo a la otra, hasta que finalmente atisbamos un cajero automático bajo el amparo de una luz verde. Nos posicionamos estilo comando y me dispuse a extraer dinero con el nervio de quien intenta desactivar una bomba. Mis tarjetas no funcionaban, maldita sea. ¿Habré olvidado de avisar mi viaje? Seguramente. “Camila, ve tú”, dije, e inmediatamente intercambiamos posiciones. Vigilé los alrededores con los brazos en posición de fusil y huimos de regreso al hospedaje apenas escuché su vocecita decir: “Lo tengo”.

Esa noche teníamos cita en un bar de jazz. No queríamos dejar pasar la oportunidad de adentrarnos en la bohemia local. Se decía que Black Tima hacía buen show y la juventud egipcia se reunía allí para retomar la antigua costumbre de enfiestarse. Mientras aguardábamos pacientemente a que los protagonistas de la noche se dignasen a subir al bendito escenario, notamos que la gente fumaba libremente dentro del recinto y una densa capa de humo se deslizaba sobre el cielo raso como un felino al acecho. 

¿Por qué nadie me advirtió que estaba por adentrarme en el paraíso de la nicotina? ¡Justo cuando dejo el vicio! Y no solo era en el bar, también al aire libre. Bastaba con dar unos pasos por las calles para convertirse en fumador pasivo. Al animal negro e inmenso que era la noche se le sumaba una bestia grisácea y etérea de proporciones similares. El humo de Egipto, la fragancia de la nicotina impregnada en cada rincón, fundida en la esencia del ambiente, de la cultura entera, de la nación misma, en los edificios y monumentos. La exhalación de toda la nación había formado un banco de niebla que se paseaba de aquí para allá como una brocha que barnizaba las aceras, los vestidos e incluso de cada bandera flameando en su mástil. ¡Oh, dios mío! ¿Son estos los desafíos finales de quien se decide a abandonar la tentación? ¿Es acaso la penuria final? ¿El último aguijonazo de un adicto?

De repente, la banda subió al escenario y ya no tuve tiempo de seguir con mis cavilaciones. Unos manos pulsaron los teclados, aporrearon tambores, sacudieron las cuerdas y dos pares de gargantas rugieron melodías. La gente enloqueció. La música era endiabladamente buena. Todos a nuestro alrededor se conocían las letras y nosotros danzábamos con alegría mientras observábamos a la gente alzar los brazos a través del humo como dragones que salían de la atmósfera en busca del sol. Flameaban las muñecas entre nosotros y el escenario, hacían gestos de victoria, de goce. De la bochornosa espera pasamos al jolgorio, la alegría y el frenesí. Nunca vi tanta gente sobria en éxtasis. ¡Oh, Egipto! ¿Acaso pasé la primera prueba? ¿Acaso de esto se trataba todo esto? ¡Oh, dulce nación desconocida! ¡Dame más! Quiero más de esta melodía, de este arrebato tentador y maravilloso que me confunde, me confunde mucho, me llena de ricas experiencias que no bastan para sacarme de la pobre ignorancia que tanto me aqueja.

TIMADORES AL ACECHO


El sol se derramaba como vino blanco por las calles de Egipto. Era temprano por la mañana, pero el asfalto ardía, como si no le hubiese alcanzado la noche para enfriarse. ¿Será acaso que la fricción de los coches y las suelas de los caminantes mantuvo la temperatura? Es probable, porque la nocturnidad era la regla y de día no se veía un alma en la tierra de Alá. Todo indicaba que, aunque el Ramadán terminase, el ritmo circadiano necesitaba algo más de tiempo para volver a la normalidad, si es que eso alguna vez sucedía. Eran las ocho y la ciudad parecía abandonada. Allí solo estaba Osama, aguardando por nosotros junto a su auto desvencijado, cual Quijote con su Rocinante, listo para ir a la carga, solo que esta vez embestiría pirámides en lugar de molinos, y llevaría pasajeros en lugar equipaje.

Salimos del Cairo como gente que anduvo sonámbula y ahora despertaba preguntándose cómo llegó allí. Nuestra lucidez apenas empezaba a desempolvarse. Solo cuando nos acomodamos en los asientos traseros y sentimos la aceleración presionar nuestros estómagos, comenzamos a caer en la cuenta de que estábamos en la otra punta del mundo. Mirábamos los edificios medio derruidos, el Nilo partiendo la ciudad en dos y la vegetación puntiaguda, maravillados de encontrar todo tan extraño y familiar a la vez, como un déjà vu, un sueño reincidente, un sonido que hasta entonces habíamos conocido por su eco y ahora por fin escuchábamos desde su origen. Egipto: lo más inhóspito que se nos había ocurrido visitar. Ahí estábamos por fin.

Las casas se convirtieron en campos, el asfalto en tierra y el horizonte en dunas. A lo lejos comenzó a asomar el área de Dahshur. La Pirámide Roja, uno de los primeros éxitos en arquitectura monumental antigua, se veía de lejos y se hacía más grande a medida que nos aproximábamos hasta convertirse en una bestia colosal. Ascendimos por la escalinata, un musulmán de aspecto bonachón recibió nuestra entrada y accedimos para descendimos más de sesenta metros por un extenso túnel oscuro hasta desembocar en una amplia habitación. Los muros eran lisos, firmes y altos, muy altos. El cielo raso estaba fuera de alcance, casi fuera de vista. No había ni un solo jeroglífico y los espacios se resumían en tres bóvedas: las dos antesalas que acabábamos de atravesar y una habitación contigua, la derruida cámara mortuoria del faraón Seneferu, a la que se accedía por una escalera de madera rústicamente instalada.

Bastaron unos segundos para reconocer que éramos los únicos ahí. Di media vuelta para comentar algo a Camila y la encontré sentada en el suelo sumida en meditación. De mi boca se escapó un leve gemido antes de terminar de reprimir lo que sea que iba a decir. Me senté frente a ella y cerré los ojos, disponiéndome a sumergirme en el mundo interno junto a ella. Pasó un minuto… Dos minutos… ¿Tres minutos? Y los turistas comenzaron a llegar. Las risas y los clicks de las cámaras invadieron la escena, por lo que nos vimos en la necesidad de interrumpir nuestra práctica y quitarnos del paso sin haber tenido la oportunidad de ahondar en nuestra sensibilidad.

Husmeamos por los rincones con auténtica curiosidad, aunque las inspecciones no duraban mucho. La verdad es que, a menos que seas antropólogo o arquitecto, no hay mucho que ver allí. Me dediqué a analizar la disposición de los descomunales bloques que formaban los muros con expresión de filósofo y husmeé el aire sorprendido del escaso olor a humedad que había allí abajo. Sin embargo, detectaba algo que me remitía a las minas de Bolivia. ¿Qué era eso? ¿Amoníaco? ¿Azufre? No tenía manera de descubrirlo, así que me retiré sin más. Regresamos por el túnel cuesta arriba. Camila salió primero y el guarda la interceptó de inmediato. “Está prohibido meditar”, dijo. “Si los vigilantes los descubren tienen que pagar mil dólares de multa”. Ella lo miró con recelo. Yo, que no había escuchado nada, medio que me imaginaba por dónde venía la mano.

“Propina, propina”, exigió el hombre frotando las yemas de sus dedos. El rostro de Camila se agriaba rápidamente a medida que el tipo insistía. Le ofreció veinte libras como para zanjar el asunto, pero él la rechazó. “Es muy poco, es muy poco”, alegó. Hicimos caso omiso y nos dirigimos a la escalera sin más. Habremos dado unos dos pasos hasta sentir al guarda aproximarse furtivamente, soltando sonidos que semejaban más a gemidos que a palabras. Tornamos los hombros hacia él y sus yemas frotándose fue lo primero que vimos. “Propina, propina”, balbuceaba, como si el diálogo anterior no hubiese ocurrido. “Yo les guardo el secreto, pero denme más. La multa sería muy grande”. Camila volvió a mostrar las veinte libras y él negó con la cabeza. “Ah, pues si no lo quieres, no lo tienes”, replicó ella antes de retomar la marcha. “¡Esa es mi chica!”, pensé. El hombre volvió a insistir, le enseñamos el billete una vez más y él volvió a quejarse, pero esta vez aceptó, dejándonos ir de regreso al coche.

Como podrán imaginar, cada lugar del mundo tiene su propio timo, fraude o estafa, y nosotros estábamos acostumbrados a lidiar con este tipo de situaciones. Algunos dirán que es un fenómeno frecuente en países tercermundistas, cosa que quizás sea cierta, otros dirán que es algo intrínseco a la industria turística, cosa probable, pero a esta afirmación agregaría el hecho de que en cada lugar las maniobras se vuelven más o menos sofisticadas, y las consecuencias, por ende, resultan más o menos tremendas para el viajero. Por lo general, los embauques suelen ser individuales. Por ejemplo: un tipo viene, te engaña, y ¡Zaz! Terminas sin billetera. Pero otras veces la cosa es más compleja y entramada. Un taxista te lleva a tu destino, pero lo detiene un agente a medio camino. Dicen que no se puede pasar sin autorización. Vas a solicitar el permiso en una supuesta agencia que te explica pacientemente la situación, hasta que tú comprendes que no hay opción y pagas la tarifa requerida para avanzar a tu destino. Días después descubres que todo fue una farsa, un complot finamente orquestado entre gente que simulaba no conocerse, pero que en realidad forman parte de una red de estafadores que se aprovechan de la vulnerabilidad del turista desinformado.

Es una situación típica que rara vez pasa a mayores, pero a veces puede ser muy molesta. Por suerte, en esa ocasión nos tocó una fácil de resolver. No más que un tipo intentando aprovecharse de nuestra ignorancia. ¡Prohibido meditar! ¿A quién se le ocurre? Era ridículo. Pero bueno, si intentaba aplicarla con nosotros es porque le debió funcionar antes. Pobres turistas. Con tal de librarse del problema la mayoría seguro paga sin pensar. Así estaba la cosa. Lo que importaba es que nosotros habíamos logrado sobrevivir al primer intento de embauque. “¿Cómo supo que estábamos meditando? No había cámaras en ese lugar. ¿Tú viste alguna?”, preguntó Cami con la cabellera ingrávida mientras descendíamos rápidamente por la escalinata. Negué con la cabeza. Había revisado concienzudamente todas las esquinas y no había nada de eso. “Quizás alguno de los turistas soltó el chisme cuando salió”, respondí. “Para mí es una estafa. Quizás lo adivinó porque nos quedamos más tiempo que los demás”, conjeturó ella. “La sacamos bastante barata”, agregué. “Solo fueron veinte libras. Nos va a servir de calentamiento antes de lidiar con los pesos pesados”.

ROCAS APILADAS EN UN MAR DE ARENA

Partimos a Memphis, la antigua capital egipcia. Inspeccionamos infinidad de piezas arqueológicas que aquí no vale la pena detallar, salvo por el impresionante coloso de Ramsés II, una gigantesca estatua de doce metros postrada cerca de la entrada. Sencillamente increíble. Queríamos que Osama nos acompañara, que abandonara su rol pasivo en esta historia, pero se mostró menos que interesado y más que reticente. Si mi perspicacia no fallaba, su sentir semejaba al asqueo o al repudio. ¿A qué? No a la actividad turística, tampoco a la actividad cultural. No me quedó otra que asumir que era al peligro de que su dios interpretase la visita al museo como un acto de simpatía hacia falsos ídolos. Pero esa era solo una conjetura mía, nada más, una suposición basada en el particular brillo que brotó de sus ojos cuando lo invité a entrar, en la torción de su mueca considerar la idea, en la sequedad de su voz al responder: “No, gracias”, y en su ambigüedad al argumentar que “no le atraían esas cosas” cuando le pregunté por qué en treinta y ocho años nunca había visitado los templos de los antiguos egipcios.

Sea como sea, lo dejamos descansar en el auto mientras hacíamos nuestra incursión. Pasamos suficiente tiempo en Memphis como para fotografiar hasta el más minúsculo pedacito de roca que tenían almacenado, y luego partimos hacia las ruinas de Saqqara. Osama, nuevamente, se quedó en el estacionamiento, rezando en dirección a la Meca, mientras nosotros descendíamos del vehículo, notablemente emocionados por la llegada a ese lugar.

Al adentrarnos en el centro de la pirámide que, según se dice, fue el primer prototipo exitoso antes de que se edificaran las de Guiza, no tardamos en percatarnos de que todo lo que habíamos visto hasta entonces solo era la cáscara superficial de una labor monumental. Ingresamos al interior a través de un pasadizo plagado de columnas y al llegar al centro descubrimos que se ocultaba una fosa de… ¿Cuánto sería? ¿Cien metros? ¿Doscientos metros? No lo sé. Muchos. La perspectiva desde lo alto se complica si sufres de vértigo, pero ahí me asomé lo mejor que pude, aferrándome al barandal con mano de hierro, con poco más de medio peso en el pie delantero mientras mi trasero se mantenía en retaguardia a la espera de una señal para salir corriendo. Mucho coraje hizo falta para que me asomara a ese abismo infernal, y yo lo tuve, coraje alimentado de curiosidad, porque, oye, eso no se ve todos los días, por lo que, gracias a eso, pude apreciar en primera fila esa fosa descomunal en la que tranquilamente podría caber un edificio departamental con balcones y todo.

¿Qué significa que haya una cantera tan grande en el centro de una pirámide? ¿Por qué cavar tan profundo? ¿Acaso el faraón Zoser quería tomar medidas extras para proteger su última morada? Cosas que no me tomé el tiempo de averiguar porque no había nadie allí para preguntar y porque el vértigo me había forzado a huir y abrazarme al muro más cercano, cosa que dejó perpleja a Camila. “¿De verdad saltaste en paracaídas?”, preguntó. “Sí, claro”, respondí batallando por normalizar la respiración. “¿Y eso no te dio miedo?”. “No, eso no”. “¿Pero mirar el acantilado sí?”. “Es diferente. Acá todavía tengo control. Estoy en tierra firme”. “¿Y eso qué tiene que ver? En el avión estás más alto que aquí”, replicó. “Al saltar en paracaídas no tuve tiempo de pensar en todo eso. Cuando estoy en caída libre dejo de tener control, deja de depender de mí. Mientras siga en tierra firme puedo maniobrar y tomar decisiones. Permanecer seguro dependiendo de mí. Así funciona el vértigo, al menos conmigo. Supongo que es más fácil ser estoico cuando caigo al vacío que cuando estoy al borde del abismo”.

FIEBRE EXPLORADORA

El corazón aún latía con fuerza cuando salimos de la pirámide y nos dirigimos a la necrópolis, la ciudad mortuoria de la antigua nobleza egipcia. ¡Qué maravilla, amiguitos! Ese lugar sí que era una joya. Al fin veíamos jeroglíficos en su lugar original. ¡Qué dibujos más increíbles! Estaban estampados por todas partes, sin repetir y sin copiar. En cada lugar variaban, describían algo distinto, a veces hablaban sobre la caza, la pesca, la navegación o la agricultura, otras veces describían la fauna, la flora y las ceremonias. Curiosamente, de los dioses era de lo que menos veía, pero ahí estaban, por supuesto, aunque su presencia escaseaba un poco. En cada cripta se destacaban aspectos diferentes de la cotidianeidad de aquella gente, como si cada quien se interesase en inmortalizar quehaceres diversos. La mayoría parecía enfocarse más en la actividad financiera que a la religiosa, lo cual me dejaba convencido de que aquella gente en verdad le gustaba su trabajo, porque se suponía que retrataban todo eso para que su fantasma repasase las lecturas una y otra vez por el resto de la eternidad.

Reconozco que me emocioné de más. Pasaba de un sepulcro al otro con los ojos ávidos, con la linterna a mano lista para iluminar los rincones más obscuros, con los guías más calificados al alcance de mi oído, atento a los detalles más curiosos y evadiendo con maestría los timos que intentaban reclamar retribución por cualquier banalidad. “Propina, propina”, cuando un fulano señalaba la entrada a alguna recámara; “Propina, propina”, cuando se ofrecían a sacarnos una foto; e incluso: “Propina, propina”, simplemente por dar los buenos días. Todo acompañado del gesto universal de frotar las yemas del índice y pulgar, como si aquello fuese una maniobra irresistible. “¿Propina por qué?”, le pregunté a uno que pareció haberse quedado sin habla y solo atinaba a mantener sus dedos en fricción, aparentemente incrédulo de que aquello no bastase para convencerme. “¿Qué servicio ofreces para merecer recompensa?”, a lo que él solo respondió: “Eres extranjero. Los extranjeros tienen dinero”, dijo, sacándome una risa de incredulidad que rebotó en el recinto como un martillazo que sentenció el fin de la conversación.

Me moví libremente entre los pasadizos de la necrópolis como un roedor entre los túneles de su madriguera, descubriendo más y más recovecos a medida que me adentraba en aquella ciudad mortuoria, obsesionado con los detalles maravillosos de aquella obra monumental. Ya iba por lo que debía de ser la centésima tumba del día cuando las baterías de mi cámara fotográfica comenzaron a dar señal de agonía. Entonces descubrí que había perdido el rastro de Cami. “¿Dónde está esta mujer?”, me pregunté exaltado. Naufragué entre los pasadizos de cinco mil años, repasando fugazmente los infinitos grabados que había contemplado minutos atrás, hasta que finalmente la encontré sentada en el exterior, completamente sola, contemplando la vastedad del valle. “Necesitaba cambiar el ritmo”, dijo como si conociese mi intriga. Y sin necesidad de más explicaciones, lo entendí todo. Sin darme cuenta, había caído en la vorágine del desenfreno turístico. Una fiebre desaforada por documentar todo, por fisgonear curiosidades, poseído sin saberlo por el síndrome de la voracidad expectante, algo extremadamente peligroso para quienes pretenden conservar una presencia ecuánime en su interacción con la realidad.


Había perdido el control, pero solo darme cuenta de ello me ayudó a recuperarlo, aunque mi corazón todavía latía como si tuviese una manada de lobos al acecho. Me quedé quieto junto a ella, observándola contemplar el paisaje en toda su vastedad, calmándome con su calma, hasta que el bombeo de la sístole y la diástole fueron dignos de sentarse a su lado. “Qué sabia es esta niña”, pensé, y empujado por esa admiración, seguí su ejemplo y observé la necrópolis, desinteresado de este o aquel recoveco que aún quedaba sin inspeccionar. Me valía madres. Lo único que importaba era respirar la magnanimidad del suelo bajo nuestros pies. 

A eso habíamos venido.


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